Recientemente he leído Maneras de ser periodista, un recopilatorio de artículos de Julio Camba. El libro es una delicia que se degusta perfectamente en una mañana de relax, algo que, después de casi dos meses enfrascado con Guerra y Paz y sus muchísimos pormenores, se agradece. Ya que estamos: haberme terminado el libro de Tolstoi me aleja definitivamente del grupo de personas que asegura haberse leído ese clásico y en realidad no lo ha hecho. Un grupo que, dicen, es incluso más numeroso que el de humanos que han completado sus casi 1.200 páginas.
Pero a lo que iba, que he leído a Julio Camba, he quedado muy satisfecho y he extraído de sus páginas enseñanzas muy interesantes. Me congratula pensar que comparto algunas de sus ideas y conclusiones, aunque eso, por supuesto, no me lleva a compararme con él ni por asomo, sería un atrevimiento por mi parte. Tengo la seguridad de que, borracho como una cuba y con una mano atada a la espalda, todavía me mandaría a la lona en el primer asalto.
Camba afirma (hablo en presente porque sus artículos siguen siendo tan vigentes ahora como cuando los escribió) que prefiere no saber que tiene admiradores y/o detractores. Pone como ejemplo a un señor de un pueblo de Guadalajara que le escribió para decirle que sus columnas le encantaban y objeta, Camba, que preferiría no haberlo sabido porque ese dato le podía condicionar, que a la hora de escribir la siguiente columna muy probablemente se pararía a pensar: «¿le gustará esto al señor de Guadalajara?»
Ironiza, claro. Exagera, naturalmente. Pero hay algo de verdad en eso, o al menos yo así lo veo. Como la Pantoja en su inmortal tonadilla, hoy quiero confesar: en los 22 años que me he tirado escribiendo para periódicos, nunca, pero que nunca nunca jamás de los jamases, he tenido en cuenta a ese ente que no tienes delante pero que existe y que dan en llamar El Lector. Término que se escribe en singular aunque muy malita tiene que estar en la cosa para que sea sólo uno. Hay más.
Para el caso da igual que sean doscientos o cuarenta mil, la decisión, en mi caso, ha sido siempre la misma: «mejor no pienses en ellos porque te van a influir, tú tira palante y veremos adónde nos conduce esto».
¿Qué ocurre cuando el periodista se enfrenta a la crónica de un partido o de un concierto de rock?
Cuando de lo que se trata es de hacer información pura y dura (narrar un suceso, pongamos por caso), la situación es más o menos llevadera. Hay unos hechos, se cuentan y punto. ¿Pero qué ocurre cuando entra en juego la opinión? ¿Qué cuando el periodista se enfrenta a la crónica de un partido de fútbol o la de un concierto de rock? Pues en ambas situaciones se ha visto esta vieja gloria (cada vez más vieja, cada vez menos gloria) y de las dos ha salido tirando de la misma filosofía: el lector no importa, no puede importar.
Admito que a veces ha sido duro. El fútbol, ya se sabe, es el reino de la pasión pequeña. Hubo un entrenador que dijo que el fútbol no es sólo una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más importante. Es una gran frase, aunque por supuesto discrepo. Después de dedicar años a escribir sobre ese deporte, llegué a la conclusión de que en todas las aulas de todos los colegios de todos los países debería haber un cartel bien grande que dijera: «El fútbol no es importante».
Como hay personas (tentado estoy de escribir becerros) que lo ven de forma diametralmente opuesta y son capaces de perder los papeles por la valoración que un humilde cronista ha hecho del equipo de sus amores, no me han faltado reproches y amenazas, por parte de aficionados, como tampoco sutiles intentos de chantaje por parte de futbolistas.
«Quillo, motruo, hoy me pondrás tres puntos, ¿no?», me sugirió, por ejemplo, un prometedor centrocampista local después de terminar un partido que, concedo, el chaval había jugado bastante bien. Pero maldita la gracia que me hizo el comentario, porque me puso en la disyuntiva de darle tres puntos, que a mi juicio los merecía pero que él podría interpretar como una cesión a sus deseos, o sólo dos, con lo que vería que no me dejo convencer así como así pero, por otra parte, me dejaría con la duda de si había sido justo con mi propio criterio. Al final le di tres, pero desgraciadamente eso no contribuyó a que el chico llegara a Primera División. Vaya por Dios, hombre.
Y con la música, tres cuartos de lo mismo. Una vez, probablemente para expiar algún pecado que cometí en una vida anterior, tuve que ver en directo a Mike Oldfield. Y aunque no puedo ocultar que tanto él como sus músicos tocaban sus instrumentos como verdaderos virtuosos, algo que escribí expresamente, la cosa, así en su conjunto, me pareció un soberano coñazo. Así lo puse, arropando mi impresión con todos los argumentos que pude. ¿Para qué? Pues para que al día siguiente llamara un señor al periódico para afearme mi conducta y espetarme, a modo de despedida, un muy despectivo: «¡¡Tú no has visto ese concierto!!». Colgó antes de que pudiera replicarle que, para mi desgracia, sí que lo vi.
El Lector podría ser un tipo amable y no habría problemas, pero también un sujeto malencarado
Así podría seguir un rato más, pero creo que la idea está clara. El lector (o Lector, si quieren darle más rimbombancia), ha sido siempre para mí una cosa indeterminada, y no puedo decir que con esa fórmula me haya ido mal del todo. Sigo vivo, nadie me ha partido la cara. Puede que alguno se haya quedado con las ganas, pero eso ha sido todo. Por eso siempre me han hecho mucha gracia esas apelaciones épicas que se hacen desde los periódicos de que «todo lo hacemos por el lector» o «nos debemos al lector», porque esa persona bien podría ser el amable tipo de Guadalajara al que mencionaba Camba, en cuyo caso todo iría bien, pero también el sujeto malencarado que me acusaba de no sentir los colores y me ponía de grana y oro por algo tan inocuo como censurar el juego del glorioso Algeciras Club de Fútbol en un partido. Y a tipejos así no quiero deberme ni por un segundo.
Además, y así cerramos el círculo: ¿qué derecho tendría yo, como lector de Guerra y Paz, para sugerirle a Tolstoi que la próxima vez hiciera algo más ligerito? Ninguno, ¿verdad? ¿Y cómo habría reaccionado él, de haber oído mi petición? Pues probablemente me habría conminado a que comiera morcilla (o lo que quiera que gustaran comer en la Rusia zarista) y me habría dejado meridianamente claro que él no cambiaba una coma, que mis opciones eran dos: leerle o no leerle. Y tendría razón.
PD: Dicho lo cual, añado: muchas, muchísimas gracias a todos los que le dieron al «me gusta» en la anterior entrada de este blog, que fueron más de cien. Y también a los que hicieron comentarios elogiosos tanto aquí como en mi muro de Facebook. Sé que estáis ahí, julandrones. Seréis un ente, pero un ente encantador.
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